El corto de Mex

Hoy fui a la farmacia y pregunté: “¿Tienen pastillas para ser feliz?” y me miraron raro como diciéndome que no me las podían vender sin receta.

Luego fui a la panadería y pregunté: “¿Tienen pastillas para ser feliz?” y me quisieron vender chipas, pero no las compré porque a veces soy vegana. Hoy es martes.


Volví a mi casa, ubicada en la cuadra más linda de todo el barrio, y hablé con el gato Tito. Le pregunté si era normal ser tan poco feliz. Tito no dijo nada pero su mirada fue tan comprensiva que me dio ánimo para el resto del día. Entonces, salí de nuevo. Era un día muy gris y me compré un cinnamon roll, que es un roll dulce hecho con canela, azúcar y cosas no tan veganas pero mañana es otro día y yo voy a ser la misma persona, pero mejor.


Amo los rolls de canela porque me hacen recordar a un viaje a Estados Unidos que hice hace años. Vivía en una casa lejos de la gran ciudad, en Virginia, que pertenecía a un pastor soltero llamado Tom Tipton. Tom Tipton era exactamente la versión viva de la imagen que uno se hace de un tipo simpático, siempre sonreía. Un día cocinó cinnamon rolls y toda su casa tenía mucho olor a felicidad enmantecada con canela.


Estábamos en un barrio en el medio del campo entre dos pueblos, clase media, muy tranquilo. En lo que era la calle de Tom Tipton, había solamente casas grandes, caballos vivos que se podían montar y animales muertos. Uno de los vecinos vendía huevos frescos, según el cartel que tenía en la entrada de su propiedad, que decía Fresh eggs for sell. Otra vecina había perdido a su hija Jenna en un accidente de auto. Tenía siempre los ojos llorosos y se encariñó conmigo porque tenía casi la edad de Jenna cuando falleció. El tercer vecino que recuerdo fumaba cigarillos, porque siempre en mis paseos diarios encontraba colillas en la entrada de su casa. A veces fumaba esas colillas.


Una vez que no hubo más colillas, convencí a Tom Tipton de comprarme cigarillos solo para mí, diciéndole que era para traer de regalo a mis padres que querían probar los puchos yankees, aunque ninguno de mis padres fumaba. Le juré que no eran para uso personal, como a mi nadie me dejaba fumar por tener 16 años. A la mañana entonces, antes de ir a las clases de inglés fumaba en secreto en el baño del pastor o, a la noche, escondida en mi cuarto, sentada en la cama frente al espejo. Esos momentos me hacían sentirme adulta y diferente, en el buen sentido. Me miraba al espejo, llevando los falsos anteojos de vista rojos que había robado en un shopping, exhalando el humo del cigarillo prohibido, y me amaba así. Era quien quería ser.


Tenía tantas ansias de libertad en aquella época. Allí conocí la felicidad porque me dejaban vivir en mi mundo. Tom Tipton me cuidaba, me mostraba películas norteamericanas que habían ganado varios Oscars. Yo no le tenía miedo al presente y a nadie le importaba de qué estaba hecho el futuro.


Hace unos días miré el corto de Mex. Me pareció hermoso y a la vez me hizo entrar en una tristeza de la cual todavía no logré salir. Es una tristeza feliz pero también dolorosa. Se me ocurren dos hipótesis. Por un lado entiendo la nostalgia que cuenta Mex y comparto con él la confusión que siente a veces el cuerpo al estar lejos del país, aunque la mente no quiera volver. La otra es que me hizo mal por el temor de nunca ser capaz de hacer cosas lindas como logro él. 


¡Tom Tipton! Si me lees y entendés este idioma, ahora soy una buena persona, espero que no votes a Trump y extraño tus cinnamon rolls como nunca.