La chica de al lado

En el edificio de enfrente hay una chica joven que vive en el tercer piso. Más o menos una vez al día se acerca a la ventana y me mira. Tiene el pelo castaño claro, casi rubio, muy largo. Es linda. Debe tener unos diecisiete años, dieciocho, a lo sumo. Creo que tiene una hermana mayor muy parecida. Me mira siempre porque estoy justo en su campo de visión. La verdad que paso mucho tiempo en la ventana de mi propio living, es donde me siento a comer y donde trabajo en la computadora. También miro las calles vacías desde esta misma ventana. Asomarse, es como un paseo mental. La próxima vez, la saludaré desde lejos. Quizás nos volveremos amigas. Quizás acepte que la filme desde mi ventana. El edificio de ella tiene un estacionamiento en planta baja con una arquitectura muy David Lynch. Saldría hermoso en uno de mis videos experimentales en los que no estoy avanzando. 

Lo bueno de quedarse en casa todos los días, es que no me tengo que fumar al encargado de mi edificio. Lo odio, odio sus miradas pesadas hacia mí y hacia mis amigas cada vez que entro y salgo. No le puedo decir nada porque vivo sola hace poco tiempo y no tengo ni un martillo. Ni sé usar un martillo, la verdad. Mismo cuando se apagaba el termotanque y no lograba prenderlo sola, lo tenía que llamar. Lo necesito como la gente común suele necesitar a un encargado. Tampoco quiero estar peleada con una persona que voy a ver todos los días. 

No parece un chancho el tipo, de hecho, para su edad no está mal físicamente. Parece una buena persona, pero no lo aguanto. A veces cuando bajo por las escaleras y llevo puesto un short o una pollera corta, el escucha mis pasos, sale de su cuartito en planta baja para ver quien es, me saluda y su mirada baja automáticamente hacia mis piernas, las cuales analiza durante unos segundos que parecen ser horas. Algún día le voy a decir algo, pero me conozco y no se le voy a decir de buena manera. Como le puedo decir de buena manera si elijo la ropa que me pongo en función de si me lo voy a cruzar. Incluso, a veces salgo de casa a la hora de la siesta para no cruzármelo. Eso cuando se podía salir, claro. En realidad, no importa lo que lleve puesto, el siempre me mira de los pies a la cabeza. 

El viernes pasado, que fue el primer día de la cuarentena, salí al lavadero a buscar mi ropa. Aproveché para hacer unas compras de comida cerca de casa. Salí con el DNI argentino, vencido hace unas semanas. No tenía nada para comprobar que estoy en tramite de renovación con Migraciones si me controlaba la policía. Salí también con el pasaporte para mostrar que volví de mis vacaciones en Francia el 23 de enero, que estoy a salvo. Para cerrar este combo de temor migratorio, llevé también mi última factura de luz en el bolsillo para mostrar mi dirección, ya que me mudé en diciembre del año pasado. Confío tan poco en el encargado que tenía miedo de que me denunciara a la policía por salir de casa. Le pasó a una francesa amiga de una amiga, la denunció el encargado de su edificio porque bajaba todos los días a dejar a su perro a un paseador ; ella volvía de Brasil. El encargado dijo que ella si estaba infectada podría pasarle el virus al paseador que después va por las casas de todos los perros que pasea. También leí en el grupo Facebook de los franceses en Buenos Aires que últimamente, muchos se sienten víctimas de una especie de “racismo” por ser franceses, ya que es un país de riesgo para el resto del mundo. Se escucha de todo. Por suerte a mí no me pasó nada por el estilo, tal vez porque llevo casi cuatro años en Buenos Aires y que se me nota en mi manera de moverme en el ambiente que soy residente legal. No lo sé. Pero salió la paranoia conmigo a la calle. 

En fin, pude comprar todo lo que necesitaba y llegar a casa con ropa limpia. Cuando volví al edificio, el encargado estaba en su cuarto y yo esperando el ascensor. Me saludó, me preguntó cómo estaba, le contesté que bien, sin preguntar “¿y vos?”, primero porque no me importa cómo está él y segundo porque estaba de mal humor. Me estaba por venir y no tenía ganas de empezar una charla con alguien, aislamiento social o no. Fin de conversación, cada uno vuelve a lo suyo… pero no. El tipo se quedó mirándome desde su cuarto mientras bajaba el ascensor. Insistiendo con su mirada de mierda a un metro mío. Así, tranquilo. Como si fuera una televisión cuya función sería dar placer a los demás. Como si fuera una lámpara en un living, sin sentimientos. Lo miré, lo miré mal. Lo miré como una niña enojada hacia sus viejos, con mi verdura orgánica en una mano, mi ropa limpia en la otra. Lo miré pero él nunca bajó la mirada. Me tuve que esconder detrás de la pared hasta que bajara el ascensor. 

¿Cómo puede pretender que no entiende que me resultan incomodas sus miradas? De educada, pasé a ser fría, evitándolo de manera bien clara. ¿Cómo puede aprovecharse tanto de su pequeño poder de encargado sobre mi persona, simple inquilina extranjera de 27 años sin garantía, conviviendo con el miedo de que se rompa el contrato de alquiler en cualquier momento, para mirarme siempre de esta manera porque sabe que no me voy a quejar con nadie? ¿Así mirará a las señoras, a las abuelitas del edificio? ¿O solo a mí, por ser joven? Si me denuncia a la policía por ser francesa que viajó hace poco, yo le voy a contar todo a su señora. La vi dos veces, sé quién es. Vive en el edificio con él, me parece. Y algún día le voy a decir a este hijo de puta de encargado que hablaré con su señora si me sigue molestando así. Además, tengo un punto a mi favor. 

El otro día estaba esperando mi Uber en el hall para llevar mi televisor que necesitaba unos arreglos, entonces charlamos rápido. Me dijo que él, en algún momento quiso ser chofer de Uber además de sus actividades de encargado del edificio, pero que su señora no lo dejó. Yo, ingenua, le contesté: “Y claro, porque después ya no tenés más tiempo libre”. Se rió mirando a lo lejos y dijo: “no… no es por eso”. Silencio. “Es porque ella no confía en mí”. Claro, porque todos y todas sabemos que Uber es como un especie de Tinder donde las mujeres se sientan adelante para estar más cerca del chófer, a ver si pueden pegar onda e intercambiar el WhatsApp. Porque a nosotras nos encanta que el Uber nos haga preguntas todo el viaje sobre nuestra vida, caso contrario estaríamos viajando con el novio, ¿no es cierto? Porque un chófer de Uber es claramente un womanizer que lleva en su auto banda de mujeres solteras todo el día, en toda la ciudad, y que si o si le debe ponerle los cuernos a la señora. Todas lo sabemos, báncatela o quédate virgen en lo de tus viejos hasta que conozcas al príncipe azul en la facu. ¿Como vas a viajar sola en Uber? ¿De día? Que suerte que tiene el que estoy esperando, va a pasar un buen rato conmigo llevándome a mi y a mi televisor a Villa Urquiza. Espero que sienta muchísima confianza en el mismo, el Uber,  por llevar en auto, mediante un pago, a una chica joven, soltera y tan linda como yo. ¿Por qué mierda me cuenta que su señora no le tiene confianza, este idiota? ¿Que me importa a mi la vida personal del encargado de mi edificio, si ni somos amigos? Otra vez: ¿contará este tipo de cosas a las abuelitas del edificio? ¿A los abuelitos del edificio? ¿A los hombres jóvenes del edificio? 

No existe más esa leyenda del “derecho a importunar” a la mujeres que defiende Catherine Deneuve, entre otras. Catherine Deneuve es una actriz fantástica, pero pertenece a una generación que está por desaparecer y las cosas no son iguales hoy en día. Catherine Deneuve podría ser mi abuela, esta misma abuela que tengo yo que me dice que soy una chica muy ambiciosa profesionalmente, pero que me falta “algo”. Y con “algo” se refiere a que no tengo lo que lleva ser una buena esposa. Tengo veintisiete años, no tengo novio ni tengo la ganas de estar en una relación seria, y mucho menos de casarme cuando mi vida profesional y mi estabilidad emocional son lo único que me importan, para ser sincera. Más allá de este detalle, ¿como me puedo identificar a la definición de lo que es “una buena esposa” para una mujer católica que nació en el 1938? Catherine Deneuve y mi abuela son dos mujeres adorables, simpáticas, ambas con una gran carrera profesional hecha, pero esos pensamientos retrógrados no representan a ninguna mujer moderna y agnóstica en el 2020. No sirve mucho consultarles al respecto. 

Mirar es una cosa, incomodar, molestar, tener un comportamiento desubicado es otra. Creo que los hombres se deben dar cuenta donde está la frontera entre las dos cosas que está bien clara para nosotras. Yo cuando miro una chica que me parece bien vestida en la calle, por ejemplo, si esta misma chica se da cuenta de que la estoy mirando, dejo de hacerlo enseguida. Somos humanas y todas queremos los mismo. Paz. Si estuviéramos interesadas en alguien, se notaría. Ese alguien recibiría la info, no se preocupen. Ahora, ¿porque todavía tengo que estar en duda conmigo a ver si le voy a decir algo al encargado la próxima vez que me escanea el cuerpo, el rostro, la ropa que llevo puesta, a ver si me puede tratar “como un hombre”, no como un objeto, o si no lo hago para evitar el sentimiento de culpa que me invade por siempre hacer quilombo diciendo lo que pienso? Yo lo único que quiero en esta vida es ser libre. Económicamente, anímicamente, personalmente. Y más que presa de la situación sanitaria nacional e universal, más que presa en mi casa o en mi propia mente, hoy me siento presa de la mirada de un hombre que trabaja dos pisos debajo de mi casa y que duerme cinco pisos arriba de la misma. Y quiero ser libre. Así que no, no me voy a mudar. Eso se llama huir, y los problemas hay que enfrentarlos. Para nuestras compañeras, nuestras amigas, nuestras madres, nuestras hijas. Para la vecina de enfrente, que me mira también, pero es distinto. Hay algo suave en sus miradas, algo curioso, despojado de cualquier tipo de deseo. Me mira como para conocer mi persona, nada más. ¿Por qué todavía tengo que justificar que no quiero sentir, ni un poco, el deseo de un viejo que no deseo de vuelta? Lo que voy a hacer, es lo que hago siempre, y que deberíamos hacer todas, cueste lo que que cueste. Lo que voy a hacer es dejar, nuevamente, un granito de arena en el océano. Mi granito, mi arena de mujer que pelea por sus libertades con el primero que las quiera patear. Sin miedo, hasta que cambie. 

Hace varios días que no volví a ver a la chica de al lado. Me quedé mirando a la ventana pero las persianas de su casa están cerradas. Se debe haber ido al campo con su familia. La imagino corriendo en un pastizal soleado, el pelo suelto y unas flores frescas en el bolsillo. Quizás de vez en cuando se aísla del grupo familiar para sentarse en la naturaleza y cuestionar su existencia. Debe ser una niña feliz. Misteriosa pero feliz. Dentro de diez año, ella tendrá mi edad y el futuro será lo único que le importará. Es lo que le deseo.


Publicado en Cheek Argentina el 07/04/20
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